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Prólogo para activar Los elogios de lo imperceptible.

A este respecto podría decirse del sexo lo mismo que de las novelas: que su encanto depende de la atención que despiertan y mantienen; el tipo de atención suspensa que implica eso que llamamos intriga y concierne también a las películas. W. Hogarth creía en eso, y no en otra cosa, consistiría la esencia de lo bello: en su carácter intrigante; y de ahí que lo bello se manifestara sobre todo a través de lo curvilíneo y lo arabesco y ésa fuera en efecto su forma o estructura más característica. Hablando de arquitectura cincuenta años después, A. Schopenhauer insistía en que lo esencial de ella-el encuentro entre las cargas y los soportes- no resultaba más elocuente cuando era inmediatamente visible, sino cuando se demoraba en rodeos, desvíos, aplazamientos o contrariedades. El arte vendría a ser, pues, un saber de esa clase de accidentes; o aún mejor: un calculado gobierno de las expectativas que despierta en sus espectadores, no siempre cumplidas y a menudo suspendidas, como ocurre esencialmente con la música. Aquella modalidad de pornografía perversa coincidiría en esto con el arte en general, y más aún, con lo que Paul Valery declaraba sobre lo bello en uno de sus cuadernos: que “lo bello despierta la sed de recomenzar un infinito aparente de repetición”, constituyendo así una sorpresa paradójica, pues se trata de “la sorpresa [causada] por lo esperado”

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